martes, octubre 27, 2009

El Hampa Sevillana En La Edad Media

Ciudad y Puerto de Sevilla Siglo XVII - Sánchez Coello
En la España del siglo XVII, muchas personas vivían al margen de la ley, dedicadas al crimen, el fraude o la prostitución. Podía encontrárselos en todas las partes y ciudades, pero fue en Sevilla donde alcanzaron más notoriedad. Para los hombres de la época, la capital andaluza, que hasta entrado el siglo XVII fue el boyante centro del comercio con las Indias, aparecía como un foco de atracción y refugio de maleantes.

Se la llamaba Nínive, Babilonia, El Cairo, Guzmán de Alfarache, protagonista de la novela del mismo título escrita por Mateo Alemán, que la describió como la mejor tierra del mundo “…está bien acomodada para cualquier granjería, porque hay mercantes para todo. Es patria común, dehesa franca, ñudo ciego, globo sin fin, madre de huérfanos y capa de pecadores, donde todo es necesidad y ninguno la tiene”. No es raro que fuera escenario de las novelas picarescas de la época, como “Rinconete y Cortadillo”, o Guzmán de Alfarache.

Dibujo Sevilla Medieval

La gente de mala vida constituía casi una raza en medio de la población, una comunidad aparte con sus propias normas y costumbres. A sus miembros se les daba el nombre de Hampa, en el sentido de la vida maleante, vida holgazana, escoria, o bien de germanía, término derivado de “hermandad”.

Un rasgo característico de las comunidades de maleantes de la época era la posesión de un lenguaje específico o jerigonza, la “lengua de Germanía”. Su habla es uno de los patrimonios más importantes del Siglo de Oro, expresión de un submundo singular y muy bien organizado.

Las asociaciones delictivas de la Sevilla del Siglo de Oro, se dedicaban a múltiples actividades, desde la prostitución hasta el robo o los asesinatos a sueldo. La prostitución, en particular, era uno de sus negocios preferidos. Los burdeles, también llamados casas llanas, boticas o mancebías, estaban a cargo de los llamados padres y madres, o bien jaques. Su poder provenía del que les concedían las autoridades, quienes determinaban donde debían establecerse las casas, o los arrendadores de burdeles, en muchas ocasiones órdenes religiosas.

Padres y madres ejercían allí la máxima autoridad. Para mantener bajo su control a las prostitutas, les prestaban dinero, algo prohibido por las ordenanzas municipales, pero que sin embargo, era práctica frecuente. El padre prestaba con constancia escrita y entregaba a las mujeres a quién le parecía conveniente. También les proporcionaba protección y viviendas o las alojaba n en las boticas. Por otra parte, en los burdeles se guardaban pócimas o venenos, pues brujerías y curaciones no eran ajenas al mundo de la germanía.

Las prostitutas recibían muchos nombres: coínas, cotarreras (las que andan de cotarro en cotarro y frecuentan los lupanares). No faltaban tampoco los rufianes o chulos, que las protegían y las explotaban. Otras figuras eran los traineles, criados del rufián o de la mujer de la mancebía, llamado así porque llebaban o traían recados o nuevas.

El pícaro Rinconete

Los pegoles eran aprendices de rufianes, que guardaban la mujer para que le pagara.

El robo era otra especialidad de la germanía. Cervantes, en Rinconete y Cortadillo, describe el funcionamiento de uno de estos grupos, formados por ladrones, espadachines, abispones (individuos que se dedicaban durante el día a detectar en qué casas se podía robar de noche), y postas, los encargados de vigilar a las autoridades para evitar sorpresas a las prostitutas y sus rufianes.

A los ladrones se los llamaba también birlos o birladores, y también murcios, derivado de murciélago, porque éste, al igual que el ladrón, salía de noche.

Los jaques controlaban también los garitos, las casas de juego. En Sevilla había más de trescientas, dirigidas por los gariteros o coimeros. Allí se jugaba a las cartas, se hacían trampas con naipes hechos, ya preparados para la fullería, y como es habitual, eran lugares de reunión de criminales y rufianes.

La Germanía podía considerarse como una carrera, no sólo un oficio. Había jerarquías y niveles por lo que se podía ascender desde el puesto más bajo hasta el más elevado. Cada nivel o grado tenía sus tareas determinadas, sus deberes y sus derechos, y para pasar de un escalón a otro, era preciso cumplir ciertas condiciones.

En Sevilla los jóvenes pícaros se iniciaban en las cercanías del puerto, donde trabajaban como porteadores de las mercancías llegadas de las Indias. Al principio eran mandiles, simples recaderos de las prostitutas. Cuando se ganaban la confianza del rufián, se convertían en jorgolinos, también llamados chulos o chulillos. Más tarde se llegaba a mandil, criado de rufián o de mujer pública, hasta alcanzar la condición de joven rufián, el mandil de media talla, también llamado rufezno, rufiancillo. Era el cachorro del rufián, su aprendiz y su criado.

El uso de las armas confería una categoría más elevada. Era éste el grupo de los valentones, también llamados bravos, encargados del trabajo sucio dentro de la germanía. Entre ellos destacaban los espadachines, término que en un diccionario de la época se define como el valentón que anda con su espada levantada, la punta en alto y el brazo izquierdo puesto sobre ella, que es amigo de chilladas y pendencias, y cuyo trato es propio de rufián o de matasiete.

Dibujo del barrio de El Arenal de Sevilla (sobre 1600), lugar de mancebías

En un estadio superior en la pirámide de la germanía estaban los jaques. Y todavía por encima se encontraban los jayanes, rufianes a los que se respetaba por ser superiores a todos los demás. Solían ser rufianes ya retirados que se ocupaban en velar por el cumplimiento de las normas que regían esta particular sociedad, y otorgaban ayudas y favores a los necesitados o a los que estaban en apuros. Por su gran autoridad podían permitirse el lujo de tener a su servicio a una iza, prostituta a la que protegían y explotaban.

Los jayanes forman el consejo de notables con los padres de la mancebía, las personas más importantes de su profesión.
Los ladrones tenían una organización autónoma. Contaban con un jefe máximo, prior, bajo el que se encontraban personajes de menor categoría, los cónsules, rufianes o valentones de cierto nivel. Llegaron a ser dueños de ciertas mancebías y socios de algunas personas de la nobleza. Todo lo robado se guardaba en un arca de tres llaves, que constituía el fondo común con el que sobornaban a alguaciles y escribanos, y lo necesario para el gasto diario de los cofrades.

Fuente: Maria Inés Chamorro

2 Comments:

Loli Martinez said...

Su relato imágenes y dibujos me han fascinado .
Ha sido un placer leerla .
Un beso .

Babbilonia said...

El placder ha sido mio por recibirla en mi casa.

Un abrazo

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